El 10 de agosto de 1932, el general José Sanjurjo se sublevó en Sevilla contra la República. Declaró el Estado de guerra y en la clásica tradición del pronunciamiento militar publicó un manifiesto, redactado por el periodista Juan Pujol, director de Informacionesy agente del millonario Juan March, en el que se anunciaba la disolución de las Cortes y la toma del poder por una Junta provisional. Lo hacía “por amor a España”, para “salvarla de la ruina, de la iniquidad y de la desmembración”.
Fuera de la capital andaluza, sin embargo, nadie consiguió sumarse al golpe, y Sanjurjo, al comprobar que se había quedado solo y que sus subordinados se negaban a enfrentarse con las tropas procedentes de Madrid, abandonó la ciudad. Fue detenido en Huelva, unas horas después, cuando intentaba ganar la frontera portuguesa. Así acabó lo que se conoció después como la “sanjurjada”, la primera sublevación militar contra la República, poco más de un año después de su proclamación.
Ruidos de sables hubo ya desde el verano de 1931, cuando se conocieron las primeras medidas de la reforma militar de Manuel Azaña, duramente combatidas por un sector de la oficialidad y por los medios políticos conservadores. Los primeros intentos conspirativos fueron neutralizados muy pronto, aunque algunos militares y un grupo notable de civiles alfonsinos comenzaron a buscar apoyos exteriores en la fascista Italia, algo que iban a repetir las conspiraciones militares y civiles contra la República. Sanjurjo no mostró mucho interés al principio, pero su destitución como director general de la Guardia Civil tras los luctuosos sucesos de Arnedo de enero de 1932, que dejaron 11 muertos en la plaza de esa localidad riojana, y su traslado a la dirección de Carabineros, un puesto de menor relieve, le hicieron cambiar. Lo consideró un castigo y empezó a pensar que había motivos para sustituir a esa República por una dictadura.
El compromiso de Sanjurjo animó y unió a otros, aunque la organización era bastante deficiente y la falta de discreción permitió a las Fuerzas de Seguridad del Estado controlarlos y detener el 15 de junio al general Luis Orgaz, uno de sus cabecillas. La insurrección, no obstante, estaba ya decidida y, antes de que el Gobierno de Azaña pudiera desarticular completamente la trama, los conspiradores la fijaron para el 10 de agosto. En las primeras horas de ese día, un grupo de militares y civiles armados, al mando de los generales Barrera y Cavalcanti, intentaron tomar el Ministerio de la Guerra y el cercano Palacio de Comunicaciones. Varias unidades de la Guardia Civil y de Asalto sofocaron la rebelión, en la que murieron nueve sublevados y unos cuantos quedaron heridos. En otras provincias del sur, la insurrección fracasó también. Solo en Sevilla el general Sanjurjo logró arrastrar por unas horas a la guarnición militar y a las unidades de la Guardia Civil, hasta las 3.30 horas, cuando desde el Ministerio de la Gobernación informaron a la prensa de que la rebelión “había quedado liquidada”.
El castigo para los sectores militares, de la aristocracia y de la extrema derecha que habían participado en la sublevación fue severo. Varios centenares de militares fueron destituidos por su intervención o complicidad y 145 jefes y oficiales fueron deportados a la base sahariana de Villa Cisneros, en aplicación de la Ley de Defensa de la República, como se había hecho con los anarquistas unos meses antes. Muchos periódicos conservadores fueron suspendidos y notables monárquicos fueron detenidos o tuvieron que huir a otros países.
Al ministro de la Gobernación le llegaron telegramas de muchas ciudades y pueblos pidiendo “ejemplar castigo” para Sanjurjo e incluso “última pena”. Manuel Azaña, por el contrario, percibió desde el principio la necesidad de no hacer de él un mártir, como había hecho la Monarquía con Galán y García Hernández tras el fracaso de la sublevación de Jaca, y anotó en su diario de 25 de agosto de 1932: “Procuremos no incurrir en un yerro análogo. Se ha de acabar con la historia de los levantamientos y con los fusilamientos, haciendo ver que esas acciones no producen ni gloria. Más ejemplar escarmiento es Sanjurjo fracasado, vivo en presidio, que Sanjurjo glorificado, muerto”.
Y así fue. Condenado a muerte por un consejo de guerra, “como responsable en concepto de autor de un delito consumado de rebelión militar”, la pena fue conmutada por cadena perpetua, pese a que Santiago Casares Quiroga, ministro de la Gobernación, se opuso porque pensaba que el indulto “rompe la firmeza del Gobierno, alienta a los conspiradores y nos impide ser rigurosos con los extremistas”. El indulto provocó disturbios en varias ciudades, “chispazos de la cólera popular contra Sanjurjo”, escribió Azaña.
Sanjurjo estuvo preso en el penal cántabro de El Dueso, hasta que, amnistiado por el Gobierno de Alejandro Lerroux en abril de 1934, estableció su residencia en Portugal. Desde allí encabezó otro golpe contra la República en julio de 1936, de fatales consecuencias porque causó una guerra civil, aunque no pudo ver su desenlace. Murió el 20 de julio, cuando la avioneta que debía trasladarlo a España, pilotada por Ansaldo, se estrelló nada más despegar del aeródromo de Cascais. Había encabezado dos rebeliones militares en cuatro años. “Por amor a España”.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
http://elpais.com/elpais/2012/08/07/opinion/1344340410_296012.html
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